Ni es la más visitada de las ciudades marroquíes, ni le coquetea al turismo de masas que aterriza en las playas del sur del país. De hecho, muchos la han definido como la anti Marrakech, aquella que se niega a la comercialización de su fe, de sus tradiciones, y de sus emblemas. No conoce el auge de los grandes resorts turísticos, y mantiene inmaculada su esencia antigua; por ello, esa pureza que desde tiempos medievales mantiene intacto su esplendor, es probablemente su mayor encanto.
Las tres zonas de la ciudad
A orillas del río de su mismo nombre, Fez se erigió visionariamente en el año 789 d.c. gracias a la dinastía de los Idrisíes, descendientes directos de Mahoma. Ellos la llamaron inicialmente “Madinat Fas”, y fueron los artífices de su Palacio Real, su primera mezquita, su Kissaria o mercado cubierto, y sus murallas; a esta primera zona se le conoce como “Fez-el-Bali”, o la antigua Fez. En el siglo IX, se convierte en un importante centro urbano y cultural gracias a dos hechos que marcarían para siempre su destino: por un lado la llegada de 800 familias andaluzas expulsadas de Córdoba por los omeyas, y que fundaron el conocido “Barrio de los Andaluces”; y por otra parte, la llegada de 2.000 familias chiítas provenientes de Kairouan en Túnez, quienes huyendo de los abasides, fundaron aquí el llamado barrio de “Karaouyine”, en el que se construyó la primera mezquita universitaria o madraza, forjando así el inicio de la Edad de Oro de la ciudad. Fez no necesitó mucho tiempo para convertirse en la capital de un vasto imperio, y desde entonces hasta la actualidad, comerciantes, artistas, eruditos, y estudiantes procedentes de todo el mundo musulmán acuden a ella para el estudio profundo del árabe y de los asuntos coránicos. Por ello, se le ha llamado la “Atenas de África”, y es la capital espiritual y cultural del vecino país. Para el siglo XIII, el clan de los meriníes había construido por fuera de las murallas una segunda zona a la que llamaron Fez el Jedid. La totalidad del conjunto urbano se convirtió en el refugio preferido de los andaluces musulmanes además de muchos judíos de origen sefardí, quienes fundaron el conocido Mellah, o barrio judío. Así, a lo largo de su excepcional historia, Fez ha ido acumulando una herencia arquitectónica rica y diversificada, que ha llevado a la Unesco a otorgarle a su medina el título de Patrimonio de la Humanidad. La tercera zona de la ciudad surgió en tiempos del protectorado francés. Su trazado casi cuadriculado y de anchas avenidas la convierten en la zona preferida de las familias más modernas que buscan urbanizaciones de corte europeo, y en general una vida más occidental.
El mayor laberinto del mundo
Al cruzar la puerta de Bab Bou Jelud, la adornada con cerámicas azules y dorados, avanzamos por “Talaa Kenira”, la arteria principal de la medina. Entre estrechas callejuelas y comercios de todo tipo, aparece audaz una especie de racimo humano compuesto de chiquillos y jóvenes que se ofrecen como “guías”. Ciertamente, adentrarse en la medina de Fez sin un guía es toda una aventura: nos hallamos en el mayor laberinto peatonal del mundo. En sus más de 9.400 callejuelas se encuentran 185 mezquitas y 10.500 edificios históricos registrados, además de innumerables plazuelas, zocos, y callejones sin salida. La mejor alternativa, sin duda, es conseguir, a través de nuestro hotel, un guía acreditado por la oficina de turismo. La siguiente tarea consiste en despojarnos de cualquier prejuicio occidental que pueda enturbiar la increíble experiencia que estamos a punto de comenzar: retroceder mil años en el tiempo para adentrarnos en el más fascinante medioevo de oriente.
Un mercado oriental
El desfile de personajes ataviados con caftanes y chilabas se sucede al compás de las babuchas que marcan el paso de unos transeúntes que acuden a la compra diaria. Ante nuestra presencia, prácticamente los únicos occidentales en el gigantesco zoco de alimentos, las mujeres parecen tímidas y rápidamente se esconden entre sus velos buscando esa intimidad islámica, al mismo tiempo que aceleran su andar. Los hombres, en cambio, caminan con la parsimonia de otros tiempos, sin percatarse que el reloj avanza. La algarabía contundente de los mercaderes es una bulla constante en el intento de ofrecer sus diversos productos. La amalgama de colores que se acumula a nuestro alrededor nos llega de los puestos de especias, que destellan deslumbrantes amarillos y naranjas, rojos y carmesíes, o violetas y añiles en forma de polvo. El olfato percibe las mil versiones del frescor proveniente de la alcaravea, la hierbabuena, el anís estrellado, o el cilantro… Algunas carnicerías exponen la cabeza de un camello a modo de heraldo, anunciando así la venta de este tipo de carne. En las pollerías las aves se compran vivas, y se degüellan “in situ” ante la mirada atónita de un grupo de americanos acostumbrados a comprar el pollo despiezado y en bandejas “al vacío”. Los puestos de dátiles y almendras son incontables; la pastelería a base de hojaldre, miel y frutos secos esparce desde sus bandejas de latón fragantes esencias de azahar; mientras, turrones artesanos de encendidos colores atraen a las avispas con su dulce aspecto. Verduras y frutas se asoman retraídas de los cestos de todas las mujeres, y unas básculas de antaño cuelgan orondas de tenderetes imposibles desgastados por el tiempo. Seducidos por este escenario, continuamos hacia la profundidad de la medina, hacia sus zocos, y hacia el mundo de sus artesanos. Todo ello, acompañados por media docena de gatos que enfilan su lento andar en busca de su banquete al resguardo de un ajado portón cuya aldaba es la mano de Fátima, la hija preferida de Mahoma.
Zocos y artesanos
Solamente una ciudad como Fez puede hacer las veces del espejo que refleja nuestras vidas tal y como fueron en el pasado. Gracias a las tradiciones que esta ciudad ha mantenido en la elaboración de sus productos artesanales, se considera que alfareros, curtidores, tejedores, ceramistas, o ebanistas fasíes son los mejores y más pulidos del país. Sus zocos continúan siendo no solamente un lugar de comercio, sino el mismo centro de la elaboración manual de la más fina artesanía de Marruecos. Brocados, sedas, pasamanería, y caftanes bordados se venden en la kissaria Serrajine; para las alfombras acudimos al zoco Tillis; y los platos cincelados, teteras y artículos de cobre, hierro y plata los encontramos en la Plaza de Es-Seffarine o de los latoneros. Los ebanistas se concentran en el barrio Nejjarine, donde la marquetería, las mesas bajas, y las celosías en madera son las piezas centrales de cualquier taller. La medicina tradicional y los amuletos de todo tipo nos esperan en el zoco Attarine. Por su parte, el zoco el-Henna reúne a los comerciantes de productos de cosmética como el jabón negro, el agua de rosas, o la henna y el khol, ese finísimo polvo para oscurecer los ojos.
El único medio de transporte permitido en esta inmensa medina son los burros y las mulas, que con alforjas y carretas cargan todo tipo de mercancías por estrechísimas callejas; no es raro tener que pegarse a las paredes para dar paso a los trajineros que al grito de “Balak, Balak…” nos advierten de su presencia. El toque folclórico proviene de las herraduras de estos animales, que curiosamente son de goma de llantas viejas, y se fijan a los cascos con pegamento.
Quizás el zoco más fotografiado de Fez sea el de Dabbaghin o de los curtidores. En él presenciamos uno de los trabajos más duros que conocemos: el de esos hombres semidesnudos inmersos hasta las rodillas en las grandes pozas y aljibes nauseabundos que necesitan las tenerías para la curtiembre de las pieles de cabra, vaca o camello.
Ciudad Vieja: lo imprescindible
Fez, además de ser la más antigua de las ciudades imperiales de Marruecos, es también una de las más antiguas de todo el espectro islámico junto con Samarcanda, Bagdad, Damasco y Córdoba. En ella, lo más sublime de la arquitectura árabe está presente a cada paso de un recorrido en el que la fascinación se nos escapa más allá de los límites, y que parece sumergirnos, sin recato alguno, en cualquier descripción de “Las mil y una noches”. Ingresamos en la madraza o universidad coránica de Bou Inania, una de las más grandes joyas de la ciudad vieja. Al contemplar las paredes, nichos, y arcos de su patio recubiertos de caligrafías árabes, mosaicos, azulejos, y estuco sentimos como nuestra pantalla de la imaginación va proyectando los momentos de paciencia y sabiduría geométrica con que matemáticos, diseñadores y artesanos ejecutaron este laborioso trabajo impulsados ante todo, por el “amor al arte”. Antes de cruzar su zaguán para iniciar nuestro retiro, se nos desvela una bóveda de falsas estalactitas de claro corte andalusí, ante la cual no tenemos otra reacción que la de un asombroso suspiro.
El cúmulo de sensaciones que traspasan la admiración, lo volvemos a experimentar en la madraza de El-Attarine, construida en 1325. Sus arcos en madera, su mármol esculpido y caligrafiado, y sus refinados arabescos plasman la sabiduría del pasado. Son más de 70 las fuentes de agua pública que se encuentran en la medina, pero probablemente la del zoco de Hayek es la que más nos gusta: los niños se refrescan en ella, y las mujeres recogen agua entre la transparencia de sus velos. A un lado se encuentra el “Museo de Artes y Oficios de la Madera”, un antiguo fandouk o pensión magníficamente restaurada, que ofrece desde su azotea una panorámica de Fez y de sus colinas circundantes, simplemente majestuosa.
El ingreso a las mezquitas en Marruecos sólo es posible para los musulmanes, sin embargo, nos conformamos con poder observar externamente la de Karaouiyine –la más grandiosa-, la de Moulay Idriss, y la de los Andaluces.
La universidad en activo más antigua del mundo es la de Querawiyin, fundada por dos mujeres tunecinas en 845. Inicialmente funcionó como una madraza que impartía teología islámica, pero a partir del año 859, las clases de música, medicina, filosofía, matemáticas o astronomía, ya se dictaban en sus aulas. Las fantásticas habitaciones de estudiantes están siendo sometidas a un esmerado proceso de restauración, y actualmente no se pueden visitar. La Biblioteca Karauyine, data del s. XII, posee más de 32.000 valiosos manuscritos, además de las obras de grandes sabios como Averroes o Ibn Khaldoun.
Fuera de la ciudad amurallada acudimos al exterior del Palacio Real para observar sus puertas finamente labradas -la visita está prohibida-, y continuamos hacia el barrio judío, en el que destacan sus casas, que a diferencia de las residencias musulmanas poseen balcones de madera y hierro forjado.
Arte de vivir
Nuestra anfitriona también es la “capital de la aristocracia”. En el laberinto de callejuelas de la medina se encuentran más de un millar de palacios resguardados por sencillos muros, que nos adentran en un mundo de ensueño, por lo general presidido por un patio andaluz, o un jardín que abraza el esplendor de la luz solar iluminando maderas esculpidas, mosaicos de cerámica, barandillas, estucos cincelados, y celosías de nobles maderas que se reflejan sobre azulejos de turquesa bagdadí. Jamás apartaremos de nuestras mentes ese sortilegio árabe que envuelve los interiores de los palacios de Glaoui, de Mokri, o de Mnebhi. El refinamiento, el buen gusto, la sutileza de su comida, la elegancia de sus gentes, o la delicadeza de los perfumes son elementos que nunca desaparecen en la contemplación de la vida de esta ciudad que ejerce cinco capitanías muy difíciles de desbancar: espiritualidad, cultura, gastronomía, artesanado y aristocracia.
Admiraremos por siempre la calidad de los productos fabricados por las manos de unos maestros del “saber hacer” que cuentan con más de diez siglos de experiencia en sus minúsculos talleres. Nuestro recuerdo estará siempre iluminado por el “azul de fez”, esa característica tonalidad de su cerámica obtenida a través de una fórmula secreta, conocida sólo por los grandes artistas. El mágico universo del sueño oriental se manifiesta en hammanes y manantiales termales, resultado de una “herencia de bienestar”.
En cuanto al alojamiento no hay lugar para duda ha de ser en un Riad, muchos de estos palacetes de fábula han sido restaurados asombrosamente, ofreciendo a sus huéspedes una estancia recogida, familiar y elegante; toda una fórmula sabia para disfrutar del más puro mundo fasí.
Más información: www.visitmorocco.com