En cada viaje hay situaciones inexplicables, bizarras, y divertidas. Nunca antes me habían exigido calzarme unas pantuflas para visitar un palacio.
BOM DIA!
Estoy en Brasil. Como muchos saben gran parte de mi fuente de trabajo, desde hace un buen tiempo, proviene de esta potencia que más que un país es un continente. Aquí los contrastes están a la orden del día: razas, colores, sabores, música… esa fascinante identidad brasileña, resultado de una mistura cultural como pocas.
Me encuentro en Petrópolis, la “Ciudad Imperial” del interior del estado de Río de Janeiro. La primera ciudad trazada, diseñada y planificada de Brasil. Aquella que surgió alrededor del Palacio Imperial del emperador Pedro II de Portugal (de ahí su nombre).
Para huir del agobiante verano de la ciudad, el monarca decidió mandar a construir aquí la residencia de verano de la familia real. El clima es más suave, a veces incluso fresco, y como por aquel entonces -segunda mitad del XIX-, no imperaba la idea de veranear en las playas, pues sencillamente, la montaña, le vino de cine a esta familia real europea. La corte también se trasladó aquí, y en los alrededores del Palacio se erigieron magníficos palacetes, casonas y construcciones europeas de todos los estilos posibles. En el campo arquitectónico la mistura también está presente: la catedral neogótica de “San Pedro de Alcántara”, con gárgolas y figuras de otros mundos, y con las tallas de Don Pedro y su esposa la emperatriz Teresa Cristina; casas de corte bávaro y tirolés, rodeadas de palmeras y guaduales -el bambú americano-; fachadas de estilo tudor (no me lo explico, pero en este país todo acontece, como dicen ellos…) que sobresalen entre orquídeas y aves del paraíso; canales que recuerdan a ciertas ciudades europeas; parques y románticas plazuelas; un palacio de cristal cuyas piezas fueron traídas desde Francia, y armadas en este trópico profundo; y por supuesto, de más reciente aparición, están las edificaciones populares de presupuesto “sumergido”, que cuelgan de las laderas de los montes de la periferia a modo de favelas rurales. No podía faltar la casa de Lúcio Costa -de cortes sobrios y moderno aspecto-, aquel genio de la arquitectura del XX, que junto con Niemeyer, diseñaran Brasilia en los años sesenta. Estos contrastes y este cóctel de productos, estilos, tendencias, colores, es Brasil… Me olvidaba de un aspecto fundamental en este escenario, que pone un toque digamos exótico: la niebla matutina lo envuelve todo… igual que en Renania o en Sajonia, sólo que al despejar la mañana, aquí brotan los helechos, las bromelias y las buganvillas con generosidad selvática.
En pleno trópico, y hundido entre el bosque de la “Mata Atlántica”, el Palacio Imperial -hoy museo-, es la principal atracción de la ciudad. El diseño es del alemán Julio Federico Koeler, y es uno de los monumentos arquitectónicos del país. Su interior presenta unos suelos de madera de un brillo que encandila, y por supuesto su vestíbulo, tiene por suelo enormes lozas de mármoles de Carrara y de Bélgica. En él se expone el mobiliario original, y una colección de arte, por demás, interesante. Especialmente las joyas provenientes de artesanos de Salvador de Bahía con claros contenidos antropológicos africanos, y que en muchos casos hacen referencia a la esclavitud; la Corona Imperial, de oro, se aprecia en todo su esplendor: 639 diamantes y 77 perlas que suman un peso de dos kilos. La entrada cuesta 2€, y la visita es muy amena, sobre todo cuando se hace en pantuflas. No, no fue un despiste mío (que por efectos del jet-lag, hubiera sido perfectamente factible), así lo exige el protocolo. Los suelos de nobles y finas maderas endémicas, se lustran gracias a los pasos de los visitantes que son obligados a calzarse una especie de zapatillas de fieltro, de ese material con que antiguamente sacaban brillo al parqué. Mi cara de sorpresa, al ver que tras depositar mi mochila en el guardarropa, me entregaban mi nuevo calzado, debió ser muy parecida a la que pusieron los conquistadores portugueses al desembarcar en estos lares. Entre risas y asombro me adentré en los aposentos de Don Pedro y Doña Teresa Cristina, para conocer un poco más de la historia de este querido país. Sin poder comentar con nadie la absurda situación, sin poder fotografiar el interior del palacio –está prohibido-, y con unas tremendas ganas de reírme, salí poseído de una absurda ansiedad que me depositó en una terraza, en la que me pude fumar un cigarrillo al sol de la tarde petropolitana, con la compañía de una cerveza nacional, como no podía ser menos en este lugar, de marca “Bohemia”.
Nunca había oido de este sitio. Qué gran país es Brasil. Muchas gracias.